sábado, 19 de diciembre de 2020

 Detrás del cristal

Finalista de un concurso de cuentos navideños

Siempre que pensamos en la Navidad, lo primero que se nos viene a la mente son dulces, villancicos, luces de colores, árboles decorados con guirnaldas y brillantes bolas, alegría… Pero, sobre todo, en lo que pensamos es en los regalos. Esos detalles que, sea lo que sea, siempre te saca una sonrisa. Porque, admitámoslo, ¿a quién no le gusta recibir un regalo?

A nuestra pequeña protagonista al menos sí.

Cada día, su padre salía de la oficina, situada en el magnífico Gran Hotel de la calle Jara, e iba a recoger a su pequeña hija de seis años al colegio. Y cada día, después de que él la recogiera, pasaron por una enorme tienda de juguetes que había de camino a casa.

Ella siempre se quedaba mirando todos los nuevos juguetes que la tienda iba cambiando. Se quedaba embobada mirando todo lo que tenían e imaginando qué es lo que pudiera pedir en su carta para Papá Noel. Y, como es lógico, nunca se decidía.

Su padre siempre le decía que lo mejor es que sea una sorpresa y que no pida tantas cosas, que en el saco de Papá Noel solo cabe un regalo para cada niño.

Sin embargo, sí que había algo que le llamaba mucho la atención. Algo que, siempre que pasaba por la tienda, veía y que jamás lo quitaban. Tal vez fuese porque ningún niño lo quería. Pero, ¿quién no querría algo así?, pensaba la pequeña.

Sus grandes ojos azules, sus tiernas orejas redondeadas y su encantadora sonrisa hicieron que la niña se enamorase de aquel enorme oso. Pero no es un oso cualquiera, pensaba.

Y claro que no lo era.

Siempre sonreía cada vez que se imaginaba la de mil aventuras que vivirían si fuesen amigos. Ellos dos, inseparables, los mejores amigos del mundo. Seguramente, a él le gustaría que le empujara en los columpios del parque; que le leyera todos los cuentos que ella tenía en casa y que mamá a veces le leía antes de dormir; estaba más que segura de que a él también le gustaría ver sus dibujos favoritos. Y saborear sus caramelos favoritos. Y pintar con los dedos. Y cantar sin parar. Y reír hasta que le doliera la tripa. Sí, sobre todo eso.

Una tarde, mientras acompañaba a su padre a hacer unas compras, pasó de nuevo por aquella tienda de juguetes. Se quedó, una vez más, ensimismada viendo a su futuro compañero de juegos en el escaparate. Se acercó al cristal, apoyó su diminuta mano en él y sonrió. Su padre se percató de que la niña miraba fijamente a los juguetes.

—¿Qué es lo que miras? —le preguntó.

A Pipo —le contestó alegremente.

—¿Y quién es Pipo?

—Ese oso de ahí —respondió, señalando a su amigo—. El mejor de todos.

Sin pensárselo dos veces, le cogió de la mano a su hija y se adentraron en la tienda. La niña estaba llena de emoción nada más imaginarse poder abrazar al fin al ansiado oso. Casi lloraba de la emoción, pero se contuvo porque no quería que Pipo pensara mal de ella.

Al entrar, el dependiente de la juguetería les atendió muy amablemente. Su padre le pidió que le sacara un oso como el que había en el escaparate. A los pocos minutos, el hombre regresó con un enorme oso de peluche que le entregó a la adorable niña.

—Estarás contenta, cielo —le dijo su padre—. Es el más grande de toda la tienda.

Sin embargo, la niña miró al oso sin mucho ánimo.

—¿Qué ocurre? —le preguntó su padre.

—Es que este no es Pipo —le contestó.

—¿Y quién es, entonces?

Ella se dirigió al escaparate y señaló al verdadero Pipo. Para sorpresa de su padre, se trataba del enorme oso de cartón que había de decorado. Le preguntó al dependiente cuánto costaría llevarse a Pipo, pero, lamentablemente, él no estaba en venta, ya que formaba parte de la tienda. Tanto el dependiente como su padre empezaron a decirle si no quería mejor otro oso. Los había de todos los tamaños, formas y colores, pero ella solo quería al de cartón.

Sin más remedio, tuvieron que marcharse de la tienda sin su preciado oso. Quizá debía conformarse con verlo detrás del cristal.


oOo


Llegó la mañana de Navidad y nuestra pequeña amiga se despertó con toda la energía del mundo. Se dirigió a la habitación de sus padres, se subió a la cama y comenzó a saltar de alegría, consiguiendo que se despertaran.

—¡Ya es Navidad, ya es Navidad! —gritaba la niña, eufórica.

Su padre se levantó de la cama, la cogió en brazos y se la llevó hasta el salón, donde ya se encontraba su hermano mayor esperando para abrir los regalos.

El hermano fue el primero en comenzar a abrir sus presentes. Le habían traído un coche teledirigido, un patinete, algo de ropa y unas zapatillas deportivas. Ella abrió también los suyos: una muñeca, unos patines, más ropa y zapatos nuevos.

Pero ni rastro de Pipo.

La niña sonrió con tristeza. Tenía la esperanza de que Pipo pudiera darle una sorpresa y aparecer en el último momento, pero no fue así. Cogió su muñeca y la abrazó como lo haría si fuese el oso.

De repente, su padre la miró, frunció el ceño y dijo:

—¿No te falta un regalo?

Su hija lo miró extrañada, buscando otro paquete al que abrir, pero no encontró nada. Negó con la cabeza. No había más nada allí. Su padre se acercó al árbol de Navidad que había al lado de la ventana, miró por detrás de él y dijo con una amplia sonrisa:

—Me temo que Pipo quería darte una sorpresa y se escondió detrás del árbol.

La pequeña gritó de emoción al ver al oso de cartón. El corazón le dio un vuelco solo de pensar en que Pipo, finalmente, estaría junto a ella y podría abrazarlo como siempre había soñado hacerlo.

Porque no todos los niños desean cosas normales. Y no hay nada mejor que ver sonreír a un niño.

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